por Esly Regina Carvalho, Ph.D.
Sería una maravilla si pudiésemos decir que, cuando nos tornamos líderes en la obra del Señor, nuestros hijos automáticamente reciben una “vacuna” contra el pecado, pasando a ser perfectos y ejemplares.
Aunque sepamos que tal vacuna no existe, muchos continúan esperando que los hijos de los líderes sean el “modelo perfecto” y, cuando no lo son, luego viene a crítica de que el líder no “sabe gobernar bien su propia casa”.
No hay padres perfectos. Alguien me dijo que Adão y Eva tuvieron un Padre Perfecto y, mismo así, pecaron. Debemos enfrentar las situaciones en las que nuestros líderes están luchando con hijos imperfectos con la misma gracia que Dios nos ofrece. (me recuerdo bien de cuando mi hija era pequeña y Dios me habló al corazón: “Esly, quiero que tenga paciencia con su hija en su rebeldía, como he tenido con usted en suya”.) Todos tuvimos padres y manos que erraron con nosotros, aunque hayan hecho el mejor que pudieron. El ejemplo de vida es lo que habla más fuerte. Obedecemos a sus acciones mucho más que a sus palabras.
Muchos líderes vienen de lares disfuncionais. Es hecho comprobado que la mayoría de las personas que abrazan profesiones de auxilio (médicos, psicólogos, asistentes sociales, pastores) salieron de lares con problemas de alcoholismo, adulterio, violencia, divorcio etc. Gloria a Dios, que nos rescató de las situaciones difíciles en que vivíamos. Pero, si creemos qué Dios nos rescató, ¿por qué pensamos qué cuándo nos tornamos líderes nos ponemos libres de la influencia de los modelos a los cuáles estábamos acostumbrados? Cuando no buscamos cura emocional, tendemos a repetir esos modelos en nuestras nuevas familias, mismo contra nuestra voluntad. Un amigo mío dice: “Nunca debemos subestimar el poder de la forma conocida de vivir”. Dios puede romper modelos pasados, pero nosotros también tenemos de aprender nuevas modales, saludables y curadoras, de manejar nuestros hijos.
Como líderes — seamos honestos —, tenemos vergüenza de confesar cuando nuestros hijos están en pecado. Tememos la crítica y la acusación. Por un lado, a veces no supimos mismo hacer el mejor. Tuvimos modelos inadecuados y, quien sepa, nos dedicamos tanto al ministerio que extrañamos las necesidades emocionales de la familia. Solamente cuando nuestros hijos se desvían percibimos nuestro pecado de omisión. Otras veces, quien sepa, somos muy duros y legalistas, exigiendo que nuestros hijos se “encajen” en nuestro modelo ficticio. Olvidamos que ellos son como todos los otros hijos: tienen las mismas necesidades físicas, emocionáis y espirituales.
Por otro lado, a veces hacemos el mejor que podemos y, aún así, nuestros hijos no son ese “modelo perfecto”. Es que Dios les dio lo libre-arbitrio. Pecan por voluntad propia. A pesar de todo cuanto enseñamos, del tiempo que gastamos con ellos en oración por su bienestar y protección, a veces ellos escogen otro camino. Nuestro corazón se rompe en dolor por sus decisiones pecaminosas. Sufrimos con las consecuencias del pecado en sus vidas y a veces en la vida de sus hijos, nuestros nietos.
¿Lo qué hacer? Primero necesitamos saber como nuestro Padre celestial reacciona cuando pecamos. ¿Deja de amarnos? ¡Jamás! También no hace de cuenta que nada aconteció. Dios en los trata con misericordia y justicia. Pero ni siempre sabemos actuar de la manera perfecta y equilibrada como Él actúa con nosotros.
Es duro descubrir que un hijo está metido en el estilo de vida gay o que una hija está embarazada y un casamiento aprisa será aún peor. Muchos padres que enfrentan ese tipo de problema lloran, se quedan con ira, sin querer creer en lo que está aconteciendo. Algunos intentan esconder la verdad para evitar las críticas.
Siempre hay un tiempo de luto cuando se descubre que un hijo posiblemente no va a realizar los sueños que soñamos a él. Admitir que eso está aconteciendo es una de las más duras realidades en la vida de un padre o de una madre, pero es absolutamente necesario.
Cuando pecamos, Dios continúa a amarnos, aunque no apruebe nuestro pecado. Por tanto, debemos amar nuestros hijos sin aprobar su pecado. Ése es un grande desafío. Tenemos de afrontarlos en amor, mismo cuando nuestra voluntad sea dar una paliza o una bronca o, hasta mismo, expulsarlos de casa. No debemos engullir la ira, pero descargarla encima de los hijos no resuelve el problema. Podemos (y debemos) derramar el corazón delante de Dios, pero necesitamos también de los amigos, aquéllos que pueden nos oír, orar con nosotros cuando ni eso conseguimos hacer en medio a tanta aflicción. Amigos que nos aceptan sin juzgarnos, que dan más apoyo y menos opinión.
Como manejar la conducta de nuestros hijos es más complicado. No debemos aprobarla, pero tenemos de aceptar que ellos toman decisiones que no aprobamos. Cuando se arrepienten se queda más fácil manejar la situación, porque podemos trabajar juntos en la restauración. Pero cuando insisten en continuar en el pecado tenemos de orar más y hablar menos.
Finalmente, si podemos ser más transparentes como líderes, admitir la situación de nuestros hijos delante de las personas, ellas también tendrán la oportunidad de aprender a ser más honestas con sus cuestiones. A veces tenemos de hacer un anuncio público para la iglesia, pero eso debe ser hecho de una forma que proteja nuestros hijos. Así ellos podrán volver al Cuerpo de Cristo si quieren. Los miembros de la iglesia sabrán que tienen un líder que realmente entiende lo que ellos viven en su díala-día.
Muchas veces la vergüenza nos impide de manejar mejor con la situación, pero ella no viene de Dios. La vergüenza hiere a nuestro orgullo, la idea del que podemos ser modelos perfectos por nuestros propios esfuerzos. Jesus dijo que Dios conoce hondamente nuestro corazón, que es malo. Así, no necesitamos intentar mantener las apariencias. Dios hace con qué el pecado aparezca para que pueda ser tratado en la vida de las personas qué amamos (¡y en nuestra también!). Quiere que aprendamos a odiar el pecado por las consecuencias dañosas que trae a la vida, sin embargo sin jamás dejar de amar el pecador. Es en esos momentos tan difíciles que aprendemos a amar nuestros hijos como Dios nos ama, con gracia, simplemente porque ellos son nuestros, nos “pertenecen”, y no porque hayan hecho algo para merecer nuestro amor.
Publicado originalmente por la Revista Ultimátum.